“El racismo, que ocasionó el desplazamiento de los negros a un estatus de inferioridad, tenía que ser puesto en práctica en los territorios extranjeros pertenecientes a los Estados Unidos”.
— Rubin Francis Weston, “Racism in U.S. Imperialism”
“El objetivo del discurso colonial es presentar a los colonizados, basándose en su origen racial, como una población de degenerados, para poder justificar así la conquista y establecer sistemas de administración e instrucción”.
— Homi Bhabha, “The Other Question”
EDUCACIÓN RACIAL: LECCIÓN NÚMERO UNO
Así como W.E.B Du Bois, me di cuenta de que represento un problema racial cuando estaba en la escuela. Pero, a diferencia de Du Bois, no fueron mis compañeros de clases, sino mi maestra, la que me enseñó esta lección.
Mientras tomaba apuntes frenéticamente para asegurar mi éxito en mi primera clase del programa de honores, mi maestra del sexto grado, la Sra. Sinnombre, me regañó en frente de toda la clase por no prestar atención. Recuerdo claramente sus palabras: -Esta es una clase de honores, Nathan, no una guardería infantil.
-Sí señora, lo sé, sí estaba prestando atención.
-¡Ya, suficiente! tú no perteneces a esta clase, Nathan, ¿No lo entiendes? Tú sólo estás aquí para mantener los números de diversidad racial.
La Sra. Sinnombre, al analizar racialmente a toda la clase, me consideró a mí como menos capaz. Yo era el único , como le dijo después a mi mamá, que no cumplía con los requisitos necesarios para recibir una educación de honores; yo era puertorriqueño y por lo tanto, inferior.
EDUCACIÓN RACIAL: LECCIÓN NÚMERO DOS
Por razones que no puedo divulgar aquí, mi papá nunca me enseñó español, y ese era un regalo que sólo él podía darme, ya que a diferencia de mi madre anglosajona, mi papá habla español fluidamente con un acento aguadillano.
La omisión de mi papá me asedió durante toda mi niñez; aún ahora, todavía me asedia. Pero fue durante mi niñez cuando otros latinos se distanciaban frecuentemente de mí: ellos se negaban a asociarse con personas que se identificaban a sí mismos como latinos pero hablaban español tan mal como lo hacía yo. Como dijo San Agustín “la diferencia de idiomas es suficiente para inhibir a la sociedad”.
Para la mayoría de mis compañeros latinos, yo era un anglosajón adulterado, un mestizo asimilado, un sangre sucia que debía ser rechazado.
Sentí el rechazo hacia mi doble-racialización intensamente en las semanas que pasaron después de la acusación de la maestra Sinnombre frente a mis compañeros de la clase de inglés en el programa de honores. No tenía un hogar racial en las áreas comunitarias creadas por la supremacía anglosajona e ibérica. Según el raciocinio racista, la blancura es pura. Aquellos que no son considerados “blancos” frecuentemente reaccionan construyendo y defendiendo lógicas puristas y esencialistas para controlar a sus propias comunidades. La descarada supremacía blanca engendra una “blancura” de un color distinto.
Vigilado por patrullas fronterizas biológicas y lingüísticas, me sentía condenado a no pertenecer a ningún grupo. A medida que otros latinos y la maestra Sinnombre me maltrataban diariamente, comencé a confiar cada vez más en mis amigos afroamericanos. Ellos me escuchaban, actuaban con misericordia, ellos sabían lo que era la vida de la diáspora, lo que era ser extranjero pero de forma doméstica.
Después de varias semanas de desahogarme con mi amigo Thomas, decidí confesarlo todo. “Thomas, no sé qué soy. Los puertorriqueños y los otros latinos no me quieren porque mi español es una mierda. Los blancos saben que no soy uno de ellos tan pronto como la maestra destruye mi apellido al tratar de pronunciarlo. ¿¡Qué diablos se supone que soy!?” Thomas me miró incrédulo, pero respondió rápidamente:
“¡Pero, Nate, es obvio, tú eres negro! Todos saben que los puertorriqueños son negros, ¿De qué diablos te preocupas? Te falla la cabeza si no te habías dado cuenta que eres negro”.
Pensé largo y tendido en lo que Thomas me había dicho y su seguridad al decirlo. ¿Será que tenía razón? ¿seré negro? La sugerencia me parecía absurda; pero seguí pensando y me di cuenta que Thomas tenía un buen punto. Los puertorriqueños y los afroamericanos de mis escuelas y vecindarios siempre estaban juntos; nuestro estilo de ropa era similar, nos gustaba la misma música en inglés, nos parecían atractivas las mismas personas, y recibíamos un trato similar por parte de los blancos. De hecho, los blancos y los otros latinos, que no eran puertorriqueños, ya para ese momento de mi vida, habían usado el insulto racista que usaban contra los negros para referirse a mí en muchas ocaciones. Muchos latinos me habían dicho que los términos racistas como “spic”, utilizados contra los latinos, eran mucho para mí, y por eso merecía algo más bajo.
Decidí hacer una encuesta y le pregunté a varios estudiantes, de todos los diferentes grupos racializados, que si ellos pensaban que yo era negro por ser puertorriqueño. La abrumadora mayoría respondió que sí, y eso fue suficiente para mí. Todas estas personas pensaban que yo era negro, y por lo general me trataban como si lo fuera, ya era hora de que me adueñara de mi identidad racial y que la viviera; era mi momento de pertenecer a algún grupo.
EDUCACIÓN RACIAL: LECCIÓN NÚMERO TRES
El haber aceptado mi identidad racial negra causó problemas muy fuertes en mi familia. Mi madre anglosajona no comprendía y en repetidas ocasiones peleábamos por el tema de mi identidad racial. De igual manera, mi familia en Puerto Rico estaba desconcertada; para algunos el haber aceptado mi identidad negra era prueba de que yo era un tonto, mostraba que no había entendido las verdades integradas en la retórica de que hay que “mejorar la raza”.
A pesar del dolor que estos problemas traían, seguí adelante. Yo era negro, y nadie iba a lograr persuadirme de lo contrario. Mi negritud era muy preciada, muy aclaratoria, no podía perder mi pertenencia a un grupo, no me iba a quedar sin pertenencia otra vez.
Pero al regresar al estado donde nací me vi forzado a volver a examinar mi identidad racial. Un día cálido y húmedo en Carolina del Sur, Nana y yo decidimos ir a dar una vuelta y como de costumbre nos entretuvimos conversando y paseando por la ciudad de su infancia, hasta el momento en el que la humedad y el calor nos obligaron a sentarnos bajo la sombra de un árbol. Con mucha sed, Nana preguntó si yo traía agua conmigo, pero no traía.
Pero como siempre, queriendo solucionar los problemas, le dije a Nana que no se preocupara, vi que había una gasolinera cerca, en la misma calle, y yo no tenía problema alguno de ir a comprarnos agua. Nana rechazó mi solución, riéndose dijo: - Cariño, no podemos ir allá, esa gasolinera es de gente negra.
A lo cual yo también le tenía una solución: -Nana, no te preocupes, ¡yo soy negro! Ellos me van a dejar comprar agua allí, sin problemas.
Nana se puso muy seria, nunca le había visto tanta preocupación en su mirada.
-Cariño, ¿quién te dijo que tú eres negro?
Sabía que mi respuesta era importante, por lo que tenía que ser muy cuidadoso al elegir mis palabras:
-Nana, soy puertoriqueño, y los puertorriqueños son negros. La gente en esa gasolinera sabe que eso es así y por eso me van a dejar comprar ahí con otra gente negra. Por eso yo iré a comprar el agua, y como tú no eres negra, mejor espérame aquí.
Nana se puso furiosa, “- ¿quién diablos te dijo a ti, mi nieto, que tú eras negro? Nunca había escuchado algo tan estúpido en toda mi vida. ¡Qué tontería! Mira, yo soy blanca, tu mamá es blanca, y tu papá tiene la piel clara, los ojos claros, y habla muy bien inglés, ni siquiera se le nota el acento, ¿cómo me vas a decir que tú eres negro? No sé que te están enseñando allá en el norte, pero aquí en el sur sabemos que tú no eres negro ¡Y no voy a dejar que le caigan a golpes a mi nietecito por una tonta ilusión de que él es negro! Ahora mismo nos vamos para la casa, ¿¡me oyes!?
Caminamos en silencio hasta la casa de su infancia, un silencio forjado por lo que Frantz Fanon llama el esquema racial de la piel. Jim y Jane Crow habían logrado que Nana fuera incapaz de sentir empatía hacia mi experiencia y dolor racial. Su entorno social la había entrenado para cargar el peso del hombre blanco, y no el de una persona racialmente negra pero “más blanquita”. Además, ya había tenido que lidiar con el peso de la culpa de haber dejado que su hija se casara con un hombre negro. Ninguna escala racial del norte habría logrado derribar su convicción sobre la blancura de su familia.
EDUCACIÓN RACIAL: LECCIÓN NÚMERO CUATRO
La acusación de la Sra. Sinnombre fue como una inyección de racismo interno que aún en la actualidad corre por mis venas; al igual que el rechazo de los otros latinos a causa del idioma. Mi esposa es testigo del trauma racial que mi cuerpo destila cuando tengo que hablar español en público; cada palabra representa un acto de resistencia que a su vez, hace presión sobre las viejas heridas y cicatrices raciales y me deja susceptible ante la posibilidad de nuevas heridas raciales.
El hecho de que mi Nana rechazara mi negritud, me obligó a confrontar la fluidez de mi identidad racial. En ese proceso, aprendí, gracias a Rachel F. Moran, que los puertorriqueños son los latinos que “más optan por identificarse a sí mismos como negros” en los Estados Unidos y al hacer eso, según lo revelan Douglas Massey y Nancy Denton, son más propensos a experimentar niveles de segregación más altos, por parte de los blancos, e incluso por parte de presidentes blancos. Por ejemplo, podemos recordar el infame comercial de práctica de la campaña del presidente Richard Nixon en 1968. Después de haber señalado lo necesario que es la disciplina en los salones de clases, diciendo “La disciplina en los salones de clases es esencial si queremos que nuestros niños aprendan…” luego, deja de seguir el guión y parece que hablara consigo mismo y continúa: “Si, este punto es ciertísimo, lo que pasa con esta situación… todo se basa en la ley y el orden, y los malditos grupos de negros-puertorriqueños que andan por ahí”. Según esto, los negros y los puertorriqueños son un grupo homógeno, racializado como una amaneza, un colectivo que ocupa los salones de clases y las calles del país en grupos desordenados y sin ley.
La Sra. Sinnombre, mis compañeros latinos y mi Nana, me identificaban como una amenaza racial, un problema, y para arreglarme, recurrieron a medidas disciplinarias impregnadas de supremacía blanca. Ninguna de estas acciones promovió intimidad o pertenencia, sería imposible que lo hicieran, ya que las reducciones raciales a la larga son siempre inefectivas.
Esta ineficacia es prueba de que necesitamos una formación racial consciente, que reconozca la fluidez y la complejidad de la racialización y los traumas que esta produce. Sin esta formación, los maestros, familiares, y comunidades racializadas no tendrán la capacidad de interactuar y conectarse con las personas de razas mixtas que viven entre ellos.
DOCTOR NATHAN LUIS CARTAGENA
El doctor Cartagena es profesor asistente de filosofía en Wheaton College (en Illinois). Allí, enseña clases sobre raza, justicia y filosofía política, y es parte del centro de estudios del cristianismo primitivo en Wheaton. Sirve al grupo estudiantil “Unidad Cristiana” como profesor consejero. La función de este grupo es fomentar la unidad entre cristianos y celebrar las culturas latinas. También es parte del equipo académico de World Outspoken y es uno de los presentadores de nuestro Podcast “From the Underside”. Actualmente está escribiendo un libro sobre teoría racial crítica con IVP Academic.
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